jueves, 15 de octubre de 2009

Sobre el Catolicismo

INTRODUCCIÓN

Sobre toda personalidad operan factores bien identificados y otros menos ponderables, como la herencia biológica, lo inconsciente y la sugestión, en medio de las circunstancias que rodean la vida del hombre. No obstante, existe una condición común: todos creemos en algo, opinamos en alguna dirección, aunque nuestra actitud intelectual sea precisamente aquella que pretende rechazar todo dogma o abstenerse de juzgar sobre asuntos doctrinales.

Lo anterior quiere decir ni más ni menos, que somos CONFESIONALES, aunque nos consideremos alejados del ámbito de las diversas matrículas ideológicas.

El Agnosticismo, el Existencialismo, el Marxismo, el Liberalismo y cualquier otro “ismo”, son la afirmación de principios definidos que se aceptan como verdaderos. Siendo el pensar categoría esencial de la especie humana, es imposible hallar una persona desprovista de ideas, al menos dentro de los seres normales, ya que aún la negación total de todo principio, medio y fin, es una posición netamente teórica; es nada menos, que la confesión de la FE NEGATIVISTA.

Junto a lo dicho, quiero manifestar que el hombre es enteramente libre, inclusive cuando acepta y propaga una doctrina que niegue ese mismo albedrío, porque solo en uso de la autodeterminación conceptual, de la autarquía espiritual; esto es, de la auténtica libertad de conciencia, elegimos una creencia u otra.

El fenómeno indiscutible por medio del cuál nos es imposible carecer de pensamientos, demuestra que nuestra mente está dispuesta de tal manera que, dicha categoría, es tan esencial a ella como el cuerpo, la cabeza y las manos; miembros de los cuales no podemos ser privados sino a costa de la vida misma o de mutilaciones que nos incapacitan para su goce normal. De aquí se deduce que la existencia de nuestra entidad espiritual obedece a una planificación anterior a nosotros, obra inteligente y distinta de la humana, dónde brilla también el criterio de la finalidad. Si cada uno de los órganos corporales tiene una estructura y una función provistas de finalidad específica, lo mismo se puede decir del espíritu; de su capacidad de obrar libremente y de conocer, abstraer, discernir y juzgar, que lo singularizan en medio del mundo meramente material o atómico. Esta destinación, según lo demuestran las ciencias matemáticas, naturales, sociales y teológicas, no es más, pero tampoco menos, que el conocimiento, el saber, en síntesis: la verdad. Salta a la vista, entonces, un corolario evidente: el indiferentismo, sea tesis o actitud, es una pose anti natural, artificiosa, propia de la mentalidad moderna, madre del escepticismo y, por lo mismo, de la angustia.

Una de las primeras experiencias humanas es saber algo de alguna cosa u objeto, aprehender dentro de sí mismo, el mundo circundante. Opinamos que la tierra es redonda, más o menos, porque tenemos confianza en la palabra y las observaciones de los científicos que así lo han proclamado, debido, no hay duda, a que los apreciamos como las personas más autorizadas para enseñarnos tales concepciones. Claro es que lo que predicamos de las distintas cosas que se presentan a nuestro conocimiento puede ser cierto o falso por una razón u otra. Podríamos soñar, por ejemplo, que la tierra es un rectángulo sostenido en el espacio sobre los duros lomos de gigantescas tortugas. Esto que es ostensiblemente pueril, fue durante muchos años incorporado al repertorio de los doctores, o al menos, si os parece excesivo, construcciones muy semejantes a esta; pero igualmente disparatadas. Valiéndome del caso propuesto quiero significar que el más recto y despejado camino abierto y despejado para llegar hasta la realidad de los seres y sus fenómenos, es el estudio profundo, extenso y continuo. De aquí también infiero que sea la voz de los especialistas el guía más seguro, si no el único, de ascenso al auténtico saber.

Para hablar sobre el Catolicismo, que es nuestro propósito, es necesario escuchar atentos a los grandes maestros de esta religión, en lo que atañe al cuerpo doctrinal y práctico. Necio exulta si para examinar la personalidad del Cristo consultamos un tratado de astronomía o de medicina legal, en un mundo dónde están a nuestro alcance las obras de sabios que han consagrado gran parte de sus vidas al aprendizaje y meditación de tales materias como los de San Agustín, Juan Duns Scoto, Santo Tomás, Francisco Sárez, Garrigou Lagrange y otros valiosos expositores de la Teología Cristiana. Su opinión es la de hombres que saben lo que dicen y que además, están en plena capacidad de transmitirnos sus nociones por medio de su rico legado documental.

PRIMERA PARTE

DIOS

1) En esta “era espacial”, muchas personas a nombre de “la cultura”, dicen que Dios es una ficción, propia de los estadios infantiles de la humanidad. Proclaman, alegres y arrogantes, que en su Nombre ocultamos nuestra ignorancia sobre los fenómenos físicos, químicos, biológicos y hasta sociales; pues a medida que “la poderosa inteligencia del hombre lo desentraña, la imagen primitiva de un Creador Eterno y Omnipotente desaparece del acervo cultural”. Los experimentos realizados en el estudio del misterioso DNA, esa sustancia presente en el núcleo de las células vivas y de la que se piensa sea la clave, el secreto que permita la síntesis de la vida, hacer soñar a muchos no solo con la producción industrial de seres orgánicos, de variados “robots”, sino con la “muerte” definitiva de Dios en un capítulo blasfemo de la historia futura. Sin embargo, es en el origen de la totalidad del universo, y no en la vida únicamente, donde hay que buscar el Primer Principio, la Causa Suprema, que no tiene antecedente porque su Esencia, su definición es “Ser El que Es”; así como la nada es precisamente esto, no ser ahora ni haber sido nunca cosa alguna. Creer que la existencia de Dios depende de la aparición de la vida sobre la tierra o en otros planetas, es lo mismo que decir que la causa proviene de su efecto o que lo más se extrae de lo menos.

El hombre es criatura vanidosa y falible, casi siempre comprometida. He aquí una de las razones por las cuales a nuestros contemporáneos resulta estorbosa la idea de un Personaje superior y que, más grave aún, algún día quiera y pueda exigirnos un “corte de cuentas”. Sería mejor, piensan, y hasta se podría creer en El, si más bien permaneciera en su cielo, absorto en la dirección de los astros y nosotros aquí, mientras tanto, gozarnos el placer de cada instinto al máximo, sin ningún lastre de conciencia. Pero hay otra fuente de ateísmo menos burda y más importante, ya que ha dado origen a numerosas filosofías de prolija elaboración intelectual, y es la renuncia ordinaria de nuestra especie a aceptar realidades invisibles, agentes intangibles, situados fuera del alcance normal de los sentidos. Como puede verlo el lector en la Historia de la Filosofía, la profesión de fe materialista no obedece propiamente a una inteligencia genial sino, más bien, a una dificultad cognoscitiva.

Lo cierto es que en el umbral del paraíso de los “acuarianos” y a un paso del descrédito final de las utopías revolucionarias, nos hemos colocado más cerca del conocimiento y veneración de un Ser Supremo, de un Primer Principio, desde el ángulo racional de apreciación, que en ningún otro momento del pasado.

Sabemos hasta la evidencia que el Universo y sus procesos se rigen por leyes inteligibles que se pueden expresar en fórmulas de construcción y desarrollo lógicos, lo que nos muestran que son el futuro de la utilización de términos abstractos, de las categorías superiores del pensamiento y, por ende, de la actividad de una Conciencia, de una Personalidad, de una Mente, que no es justo suponer connatural a la simple masa y energía que comprende el Cosmos. Toda abstracción, toda formulación, exigen una personalidad racional, a la que somos semejantes, parecidos, capaz de concebir cantidades, dimensiones, movimientos y relaciones activas y pasivas. Así las cosas, el problema del Dios Creador se concreta en determinar si la expedición de las leyes del universo es resultado de un pensamiento anterior o posterior al “homo sapiens” y en general, a todo lo contingente.

Pero resulta obvio que el universo no es un ingenio, una obra gigantesca, construida por nuestros antepasados. Ya era plena realidad cuando la tierra era acariciada por las panzas de los monstruos del período secundario, que hoy nos parecerían apocalípticos, sin que ninguna figura vital, parecida a Don Quijote, hubiera salido a enmendar agravios en tan fantásticos escenarios. Pero esto es poco: la gran nebulosa ígnea giraba y se expandía con dolor explosivo, para dar a luz las estrellas, cuya fidelidad al camino trazado cantó David.

¿Entonces a quién pertenecen la primera abstracción y fórmula de las leyes naturales? Es difícil, para un hombre cuerdo, aceptar tranquilamente que la materia sea concreta y abstracta a la vez, debido a que la ABSTRACCION solo puede darse en su modalidad de ser, en su raíz ontológica, dentro de una MENTE; ser cogitada por una conciencia y proyectada sobre lo externo por un acto de voluntad. Por lo tanto, de lo abstracto se puede pasar a lo concreto, solamente cuando existe de por medio una personalidad real, capaz de considerar los dos momentos. Al aplicar este principio al tema que nos ocupa, vemos que como el universo concreto no es producto del pensamiento humano, a pesar de que está organizado con inteligencia, la lógica de sus leyes proviene de una Inteligencia Superior y anterior a la nuestra, a cuyo Dueño llamamos Dios.

2) Hay dos aspectos diferentes del materialismo filosófico, pero que tienen íntima relación y hasta dependencia mutua. El uno es el ateísmo, negación de Dios y el otro, considerar lo espiritual como fenómeno netamente celular, el pensamiento como vibración o estadio sutilísimo de la materia. Alguien afirmaba que el cerebro secreta pensamientos como la caña miel. Esto equivale ni más ni menos, si tenemos en cuenta las cualidades más notorias de la persona humana, a creer que la materia en su máximo grado de evolución, adquiere conciencia de si misma, libre albedrío, discierne entre el bien y el mal y hasta es capaz, a fuerza de reflexionar sobre su origen y funciones, de “suicidarse”, como cuando los científicos provocan la desintegración atómica.

Sin lugar a dudas, el hecho más extraordinario que contempla el universo temporal es la Persona Humana, su conciencia, su libertad, su capacidad para investigar los secretos de los demás seres, los suyos propios, y su facultad para expresarse por medio de la palabra. Pero nada valdría esta ligera consideración de tantas excelsitudes, si tuviéramos que aceptar la eternidad de la materia; que no fue creada por nadie y que, por lo tanto, nunca tendrá fin. Vamos entonces a suponer que la materia actual y, dentro de ella, el mundo en que vivimos, cuenta con unos setecientos millones de años desde su comienzo. Resultaría que durante este plazo hipotético habría alcanzado el grado de evolución que muestra en la época presente; lo que es obvio. Ahora, si en vez de la mencionada, su edad fuera de mil cuatrocientos millones, este último hecho explicaría la existencia de aspectos diferentes de los que nos ha correspondido conocer y examinar. Es decir, simplemente, que el mundo sería más viejo y, por lo mismo, distinto.

En verdad, Lo que nos permite situar una época o un momento cualquiera de un proceso determinado es su contingencia, algo diferente de eternidad; o sea, que haya tenido principio. Si hubo alguna vez el año uno, se podrá hablar luego del mil. Será por eso posible presenciar el punto, captar el instante, en que se hallan una persona o un acontecimiento y, entonces, señalar un pasado, presente o futuro, para ellos. Admitir que la materia tuvo comienzo, permitirá algún día a la ciencia determinar su edad o al menos, calcularla con cierta certeza, y así concretar el período de evolución en que la observe. En cambio, si le reconociéramos aseidad, no la veríamos como es hoy ni como fue hace setecientos o mil cuatrocientos millones de años, porque el día en que nacimos y aquel en que tuvimos primera conciencia de nuestra identidad, no habrían tenido lugar o concreción alguna temporal y espacial; serían contrarios a las leyes mismas de lo corporal y psicológico en el hombre y, por lo tanto, tampoco existiríamos.

He oído muchas veces a personas inteligentes decir que son “indiferentes” en religión porque “todas buscan el mismo fin y lo importante es ser bueno, recto de corazón”; sin embargo, los que así opinan, muchas veces se interesan por conocer la verdad científica, los secretos del firmamento, de los mares, o la tierra. ¿Por qué, les pregunto, no aspiran también a encontrar, a poseer, un saber, una verdad, sobre Dios? Talvez porque ello sea demasiado determinante en el curso de sus vidas, en su conducta moral, política y social. ¿Pero si Dios es la Suprema Verdad y sabiduría, desconocerlo, no es acaso inmensa mentira e ignorancia?

Claro que no me refiero a los ateos, sino a ciertos deístas; inclusive, a algunos católicos y “protestantes” que denigran del Cristianismo sublime, majestuoso, para igualarlo y muchas veces abajarlo a otras confesiones, en un pretendido alarde de “humanitarismo” sentimental, que pretende ser más universal y comprensivo, aunque no pasa de ser una muestra de superficialidad y orgullo. Un cristiano nunca puede pensar así legítimamente, porque esa postura o “pose” demuestra una total ignorancia de los principios fundamentales del Dogma y la “praxis”.

Para muestra, un botón : El concepto de un Dios Eterno y Vivo, Espiritual y Trino, solo existe en el cristianismo, siendo más puro y limpio, más lleno de plenitud y gloria, que la trinidad hindú, más santo que Alá y más libre que el Todo de los panteístas.

Es mucho más: ¿Cuál Religión goza de la presencia Real, Eucarística, del Dios Vivo, en sus templos? ¿Cuál convierte a los hombres en sagrarios, en moradas de la Majestad Eterna?
La recepción de la Santa Eucaristía para el cristiano es la del Cuerpo y Divinidad de Cristo, Dios en una unión mística pero real y transformadora, a diferencia de los ritos simbólicos, aunque parecidos de otras religiones, especialmente los misteriosóficas del Oriente y la Grecia antiguos, que tenían un valor limitado, casi totalmente terreno, burdo, material, como sus propios dioses, a veces tan inferiores a los hombres mismos.

Como esto lo trataremos con mayor densidad más adelante, nos basta por ahora reflexionar en la importantísima diferencia que tales proyecciones significan en el panorama de las religiones comparadas, ya que el que goza nuestra Fe, tiene tales verdades, tales Dogmas, como tesoro invaluable, que no encuentra en otro credo; por lo que al saberlas y creerlas ya no puede permanecer impasible y se decide por lo que ve de más valioso e insustituible.

Que no vamos ahora a pensar agotado el tema, pues otras numerosas señales tiene la Iglesia de Cristo que la distinguen en el mundo y la realzan amable y dignísima ante los ojos y el alma de quién la comprende, con recto y libre corazón. Cierto es que ni los más eminentes escritores agnósticos o adversarios desconocen la belleza y aún la santidad de nuestro credo.

Existe una rara unanimidad, no solo en admirar y exaltar la Persona, el Pensamiento y la Obra de Cristo, sino la de algunos de sus más fieles imitadores como San Pablo, San Francisco de Asís o Juan Xlll.

Dice la Biblia (génesis 1 - 31) que cuando Dios concluyó el sexto día de su obra, vio ser muy bueno cuanto había hecho. En verdad que este versículo no ha sido escrito al azar, sino que tiene un significado neto, vivo, fecundo. Sí, porque el creador hizo el bien, sin excluir de tal calidad criatura alguna, inclusive al hombre, después del séptimo día. A lo físico, químico y biológico, dio leyes inexorables: el determinismo objetivo que rige todos estos procesos. Al ser racional dio normas inteligibles, susceptibles de ser acatadas por el o rechazadas, en virtud de su libre arbitrio esencial. Mientras se cumplen las leyes cósmicas (universales) , fatales, existe lógica y armonía en los eventos que gobiernan, y así mismo ocurre en cuanto a la conducta humana. La violación de estos ordenamientos, su ruptura, equivale a la destrucción, suspensión o desviación, del ordinario devenir universal. En nosotros se conforma lo que los teólogos llaman el pecado, o sea, el desorden, la solución de continuidad en la relación justa entre la criatura y la Voluntad Suprema del Primer Principio.

Ya hemos explicado los nexos necesarios de causalidad entre el universo dimensional y su Autor, por lo que resulta fácil la comprensión de nuestro anterior aserto. Si todo lo hecho por Dios es bueno, el mal que en esencia es desorden, lo contrario a la obra perfecta, fue introducido a la obra del mundo por el único agente capaz de concebirlo, practicarlo y sustraerse voluntariamente al ordenamiento moral, es decir, el hombre, por lo que ha sido marcado con dicho estigma. Siempre que dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno se combinan en circunstancias determinadas y propicias, se produce el agua, porque dichos elementos no gozan de libre albedrío que ejerce el ingeniero, químico. En síntesis, la simple materia siempre sumisa, no puede pecar; en cambio, la Persona Humana, consciente y autártica, sí.

Desde un punto de vista cristiano, hay que ser muy enfáticos en afirmar, sin lugar a la más ínfima vaguedad o duda, que el mal en sí, en esencia, el único y verdadero, es el pecado, según el concepto arriba expresado. Dicha entidad no es formal o aparente, sino que tiene un eje de gravitación, un centro sin relación al cual no puede existir, y que no es otro que la voluntad libre y consciente, la intención nítida, de contrariar la Ley Moral. Es más: el homicidio es un delito conforme el Código Penal de cualquier país; pero frente a la apreciación teológica puede tratarse de un acto indiferente, según el grado de intención y conocimiento del agente. A la inversa, puede ser que un acto inocente se convierta en pecado, por cuanto el fin querido o buscado, haya sido perverso. Por ende, el mal no es más que la pura voluntad de hacerlo por parte del hombre, aunque parezca mera tautología.

En el reino netamente animal o, para tranquilidad de los más exigentes, en las escalas zoológicas inferiores a al nuestra, no es crimen que el pez grande se coma al chico, pues es muy racional pensar que las cosas se sucedan así en semejante ambiente, si pensamos que aquel goloso regido estrictamente por las leyes biológicas de la supervivencia, no es dueño de conciencia y libertad. Ni las catástrofes telúricas, ni la enfermedad con su cortejo de dolores y pesar, ni la pobreza, son el mal para el verdadero cristiano. Solo su obra cuando produce estos fenómenos negativos, su actitud frente a ellos y sus omisiones dolosas, deben ser calificadas con tal apelativo.

A consecuencia de su falta el hombre perdió la visión natural, exacta, de sus deberes y derechos. Los diversos eventos cotidianos fueron desde entonces base para nuevas rebeldías, pasando de estas al odio directo de la Ley Moral y su Autor. Sin embargo lo peor que el pecado trajo al mundo no fue otra cosa que su misma existencia, su fecundidad, esto es, el mal puro, múltiple y actuante: la posibilidad de repetirse y extenderse a través del tiempo y del espacio, incrustado en el centro del individuo y de la sociedad. He aquí uno de los motivos por los que el cristianismo no encuentra incompatible la existencia de un Dios Sabio y Bondadoso con los sufrimientos de sus hijos en la tierra, ya que el mal en su más nítida acepción es la violación voluntaria de sus preceptos. Si no fuera así, nuestra conducta inmoral no sería tachable por ausencia de uno de los presupuestos fundamentales. Además, la Historia cuenta que las más grandes tribulaciones que ha padecido la Humanidad, en porcentaje muy elevado, proceden de actos de personas o pueblos contrarios al Decálogo, a la justicia, a la Etica Universal, como las guerras y la esclavitud. No es posible negar tampoco que los pesares propios de la pobreza y la enfermedad son agudizados y preservados no pocas veces, por no decir que siempre, por la falta de solidaridad, de amor, con que cada uno de nosotros mira a sus hermanos desvalidos. Es evidente que esta no es la obra de Dios, sino la nuestra.

Perdida la visión equilibrada de lo externo y lo íntimo, por causa del mal, el hijo de Adán increpa altanero a su Creador, por lo que aquel mismo contra la Suprema Voluntad del Bien Infinito, del Primer Principio, realiza, tolera u omite. Su mirada nublada por la cólera rebelde no le permite ver con claridad la Obra del Señor, reconocer su rectitud y prioridad y, por esto, prefiere más en su corazón que en la inteligencia, el ateísmo.

Se os ha dicho que no se mueve una hoja de un árbol sin la voluntad de Dios, y esto es cierto. Sin embargo, tal afirmación no implica que la mano del homicida que aprieta el gatillo, es dirigida por El, privando la libertad al facineroso, y por ende, haciéndolo otra víctima inocente del determinismo objetivo, de los reflejos condicionados, de las leyes cósmicas (Universales), que todo lo regulan. Si el legislador de una república establece las formalidades que debe llenar un contrato civil, cada que se realice un acto de estos en conformidad a aquellas, se cumplirá la voluntad del Congreso; pero no quiere decirse que cuando Pedro engaña a Diego en un negocio similar, sean culpables los parlamentarios autores de la Ley aplicada al caso. Del mismo modo se explica que siendo Dios el Autor de las Leyes de expansión de los gases y la mecánica, al oprimir el gatillo y explotar la pólvora sea sea disparado el proyectil que al interesar órganos vitales de un cuerpo humano produce la muerte, al cumplirse otra pluralidad de fenómenos biológicos y físicos, regulados por el mismo Creador. Así es como se mueve la hoja del árbol. La muerte en sí, no es un mal, sino un proceso natural, tenga origen en un accidente, la vejez, la enfermedad o el delito. Lo punible (castigable) está en la intención deliberada del agente que la provoca, en nuestro ejemplo, un hombre. Clara está que es la negación de la vida, un magno bien, pero como tal simplemente, simplemente es un fenómeno, un proceso, ordinario. Esta negación consciente y libre, solo la puede hacer un ser que reúna tales condiciones. Otro tanto se puede decir sobre las tragedias cataclísmicas, la invasión de los microorganismos o los defectos ingénitos (no engendrado, natural). Males por cuanto son lo contrario de cualidades positivas; pero no pecados, cosas capaz de perder por su propio poder el alma del hombre. “No temáis a lo que daña el cuerpo, decía Cristo, sino a lo que pueda perder el alma” (Lucas: 12,4-5).


LA TRINIDAD

Trino en Unidad y Uno en Trinidad.

Pasamos ahora a un tema trascendental, no solo por la dificultad del tema, sino porque se trata del Centro del cual depende la total estructura de nuestra Fe.

Hemos oído desde niños decir que hay tres personas distintas y un Dios Verdadero, esto es, que es Trino y Uno. El ejemplo de San Agustín y el Angel nos ha sido propuesto para significarnos la inmensa hondura de una esencia que sobrepasa los límites de la razón humana.

¿Porqué tres personas distintas, y un solo Dios? En verdad, podemos describir esta Sacra Trinidad antes de intentar descifrarla. Ello nos permitirá al menos descubrir que es perfectamente racional, aunque no podamos aprehender su integridad esencial.

Dios es infinito. Esto quiere decir entre muchas otras cosas, que no ha comenzado ni en el tiempo ni en el espacio, que su autoconocimiento es por tanto, eterno. Al pensarse, Dios expresa dicho concepto en una sola palabra , Verbo, que por abarcarlo en plenitud es también infinita, subsistente, igual a El y por ende, partícipe de todas sus cualidades esenciales, entre las que se incluye la Personalidad, la Conciencia, el Yo. Este Verbo Eterno e Infinito procede entonces de Dios, el Padre, y es la Segunda Persona en este Misterio Augusto. Pero entre dos Personas de tal naturaleza surge un lazo, un vínculo recíproco y simultáneo de comprensión, de entendimiento, en una palabra, de Amor, que es el Espíritu Santo, Infinito, Subsistente, Dios, para abarcarlas en plenitud.


Estas personas son Dios por su infinitud, pero distintas, en virtud de esta misma condición ontológica. No puede haber tres infinitos paralelos o concomitantes porque se limitarían entre sí, pasando a ser limitados, por lo que solo hay un Dios. Sin embargo, la misma infinitud del pensamiento Divino, hace que su Verbo y el Espíritu Santo que une a Este con el Padre sean personas distintas, subsistentes, pues si carecieran de este atributo, serían imperfectas y no alcanzarían a beber íntegramente la Esencia Divina.


SEGUNDA PARTE

CRISTO

Para muchos, Cristo es un mito, personaje ahistórico, y en su plan de Dios Encarnado y Redentor, mero sustrato de religiones paganas, de antiguas leyendas, por lo que todo lo esencial y formal en la Religión de que se supone cabeza, su Dogmática, su Liturgia y su organización jerárquica, procede de las misteriosofías y enseñanzas cosmogónicas, precientíficas, helénicas y orientales.

En la “edad moderna”, el primer escritor importante que planteo dichas hipótesis, llamadas por algunos “Comparatismo Radical”*, fue el ginebrino Isaac Casaubon (1614) , a quien sucedieron Volney, Dupuis, Jensen, Drews, Harvak, Reinzestein, Straus y Couchoud, entre varios, eruditos cuyas obras han dejado profunda huella en el pensamiento mundial contemporáneo.
En general, para esos autores, Cristo es ya un Dios humanizado, ora un hombre divinizado; un fruto del “Espíritu del Pueblo”; una creación de los rapsodas al igual que los poemas homéricos; la transmigración literaria de los viejos mitos; pero nunca un Jesús de Carne y Hueso como el descrito por los evangelios y los demás testimonios.

No obstante lo anotado, Tertuliano, escritor de extracción pagana, culto y más próximo cronológicamente a los acontecimientos genésicos de la Iglesia que los críticos nombrados (160 a 220)*, se refiere al tema para demostrar que son muy diferentes los ritos cristianos de los misterios paganos, concretamente de los de Mitra, y rechaza con energía y habilidad, la arbitraria suposición de que un parecido adjetivo, incidental, necesariamente implica en aquellos, filiación o procedencia de teorías y prácticas esotéricas o cuando menos, foráneas.

Al describir Tertuliano la ceremonia mistérica de la confirmación, por ejemplo, dice: “Mitra también signa la frente de sus soldados”. Y en ese orden de cosas el fogoso apologista se refirió también, al acto por medio del cual los devotos de este dios hacían oblación de pan y agua. Al leer observaciones como estas, se comprende que algunos de los primeros fieles de la Iglesia conocían directamente y a fondo las misteriosofías paganas y su “liturgia”, y que no los inquietaban los parecidos accidentales que pudieran existir frente a otros cultos, por la razón suficiente de que poseían conceptos claros, exactos, de la Doctrina de Jesús y el Ritual con que se manifestaban al mundo externo. Tal disposición, les permitía separar con certeza que nuestro siglo ha perdido, lo esencial de lo aditivo y lo propio de lo ajeno.

Desde los tiempos de la Predicación Apostólica, la Iglesia mantiene y ejercita con vigor, la decisión de conservar la pureza doctrinal; la autarquía docente: el significado y valor estricto de los sacramentos, lo mismo que la seriedad, estética y unidad sustancial del culto. Basta recordar en el aspecto doctrinal el discurso de San Pablo en el Aerópago en que traza la insondable diferencia existente entre el “Deus Absconditus” pagano y el Dios Vivo Cristiano. Nuestros primeros hermanos en la Fe, supieron defenderla con valor e inteligencia de todo lo que pudiera haberla deformado o envilecido. Tan firme actitud hacía entonces como ahora, imposible la ósmosis que embelesa a los modernos intelectuales para confusión de incautos, justificación de eufemistas y gozo de los pedantes.

La crisis gnósica (distinto de agnóstica) que envolvió gran número de adictos, ha sido el manjar predilecto de los heterodoxos para nutrir la tesis del lento subsumirse de los misterios paganos en el naciente Cristianismo, debido, explican, a la diversa procedencia cultural y geográfica de los neófitos que ingresaban a la Iglesia con su equipaje de ideas y tradiciones misteriosóficas. Algunos documentos importantes han servido de apoyo a estas hipótesis como el “Pistis-Sophia”, armonizado con el “Protéptico de San Clemente” y el testimonio de unos cuantos escritores antiguos que se “asombraban” de encontrar entre los discípulos del Galileo y los paganos, “ideas y rituales tan parecidos”.

No es justo negar el esfuerzo ni la buena fe de tan eminentes críticos de la Religión, demostrados al resucitar estas polvorientas antiguallas en su empeño, pero es necesario disentir de sus opiniones en la compañía de San Agustín, Scoto, Santo Tomás, Pascal, Grandmaison, Augusto Nicolás, Fillion, Pablo Buysse y Ricciotti, entre muchos nombres ilustres, impulsados por nuestras propias reflexiones. No solamente vale considerar en su contra, dado el caso, que los misterios paganos y el gnosticismo apenas rozaron la comunidad cristiana, ya muy crecida, durante los siglos II y lll, sino que al cotejar los escritos de Tertuliano, S. Justino o San Agustín, con los evangelios, vemos con suma claridad que el Dogma, los sacramentos y la práctica de rituales, fueron enseñados, definidos y ordenados, por el mismo Cristo con independencia, con autoridad, en su propio Nombre y en el de su Padre, porque según lo dijo solemnemente, “el Padre y Yo somos Uno”. es demasiado obvio para referirnos exactamente a ello, que el color de los ornamentos, la forma de los instrumentos, la duración de las ceremonias y otras cosas accidentales, no figuran en la reglamentación evangélica: para esto dio el Maestro potestad a los apóstoles. Jesucristo únicamente se detuvo en un detalle cuando este era esencial, como al pronunciar las palabras de la Consagración del pan y del vino eucarísticos. Esto en cuanto al sentido, porque pudo haber empleado otra fórmula.

San Justino, San Ireneo, Tertuliano, San Agustín y en general, los santos padres, los primitivos apologistas y los padres apostólicos, invocan la autoridad de los cuatro evangelios canónicos para explicar y defender el significado y la originalidad inconfundibles de los dogmas y ritos de la Iglesia, en páginas de alta cultura y fino acabado literario.

Si existen vestuarios, gestos, actitudes de veneración y el empleo de algunas sustancias y colores simbólicos en la Liturgia cristiana, que de un modo u otro coinciden con los mistéricos o paganos, podemos aceptarlo sin temor no solamente la semejanza, sino la imitación, porque se trata de cosas adjetivas, pues lo que da la vida al culto en la iglesia, para diferenciarlo del de cualquiera otra confesión, es su sentido íntimo y dirección final, mucho más, que su procedencia y conformación material. No podemos olvidar por motivo alguno, que el Cristianismo más que un conjunto de ritos es una Ideología, una Doctrina, que ante todo se atiene a la intención consciente, al contenido y orientación reales que se otorgue a las palabras, a las actitudes, en fin, a la conducta humana en referencia permanente a su Principio Fundamental, el Dios Viviente, Trino y Uno, Simple y Eterno, tal como lo enseñan sus libros sagrados, su tradición y sus teólogos. Es un credo esencialista, profundo e integral, como doctrina explicativa y normativa. Utiliza las manifestaciones externas del culto, vale reafirmarlo, únicamente como medios para obtener lo principal, conservarlo y aumentarlo, o sea, la Gracia, la Unión con Dios, la vitalidad fecunda y robusta del Cuerpo Místico, en síntesis: la Salvación.

Es curioso, pero no menos verdadero, que la Crítica Radical, tan preciada de vistosa erudición y agudos análisis, haya desdeñado , o mejor, tergiversado, un hecho tan obvio y protuberante como la filiación hebrea del cristianismo, aceptando en cambio, alegre y confiada, la de Mitra, el Orfismo y otras Paternidades extrañas e incompatibles. Nadie ignora que la Biblia Cristiana se forma del antiguo y del nuevo testamentos. Ella contiene nuestras creencias en su origen, sentido y valor, razón por la cual la Iglesia la señala como una de “las fuentes de la revelación”. Al respecto, transcribo las siguientes palabras de Jean Jacques Bernard, escritor de procedencia israelita: “El Cristianismo se asienta en el Judaísmo igual que una encina en el suelo donde fue plantada su simiente. No hay dos simientes, y el Hijo de Dios nos ha dicho que no venía a destruir, sino a dar cumplimiento”.

Tertuliano demostró ante el Senado Romano que la prioridad histórica de la Biblia es innegable y abrumadora, frente a los misterios pagánicos, y agregó con lógica brillante, que por tal causa resulta más cuerdo que en éstos se hubiera hurtado al venerado Texto algunas expresiones sustantivas y formales, y no lo contrario, o sea, lo que los críticos contemporáneos han pretendido con ahínco.

Así las cosas, el problema se reduce a una mera cuestión de método en la investigación e interpretación de los hechos históricos. Es necesario transitar por un camino recto, despejado, para llegar a una conclusión cierta y objetiva. En el caso que nos ocupa, el más natural y breve consiste en tomar las causas más próximas de los sucesos narrados y evaluarlas tanto una a una como en cotejos, a fin de eliminar las soluciones de continuidad que tanto dificultan el estudio de un proceso determinado.

En los últimos tiempos, a raíz del descubrimiento y traducción de los manuscritos del desierto de Qumram, o del Mar Muerto, se ha querido ver en una secta de pura tradición judía, los Esenios, el origen de la doctrina y comunidad cristianas, eliminando o empalideciendo la personalidad autónoma de Cristo. Pero estas hipótesis ligeras son absolutamente falsas. El Maestro de Justicia a que dichos documentos se refieren, nada tiene que ver doctrinal o cronológicamente con el Mesías bien concreto y definido de los evangelios, como precederemos a explicarlo. Pero antes cabe anotar que en las grutas o refugios de Qumram, junto a los manuscritos, fueron encontradas, entre otras cosas de huso doméstico, monedas del año 70, época de la invasión de Tito, y destrucción de Jerusalem, lo que fuera de sugerir una huida precipitada de los esenios, los muestra, según sus textos, como un grupo con teorías, ritos, jerarquía y disciplina propios, autárquico, cuando ya San Pedro y San Pablo habían cumplido su ministerio en este mundo. La naciente Hermandad Cristiana por su parte, era ya un cuerpo bien delimitado, vigoroso, en plena actividad misionera y sujeto pasivo de las cruentas persecuciones, que nos describe la historia.

Los Esenios pertenecían a una clara tradición hebrea; aparecen como hombres de limpio corazón, israelitas sinceros y practicantes, que esperaban al Mesías, no en plan de rey mundano, sino de alto líder espiritual, el auténtico Príncipe de la paz previsto tantos siglos atrás por Isaías. Al contrario de los fariseos, despreciaban el purismo formalista que proclamaban estos y se orientaban hacia una verdadera santificación, mediante el desarrollo de una vida interior rica y fecunda. Inclusive, conocían la necesidad de la Gracia en la salvación.

He aquí uno de sus himnos:

“Mi justificación pertenece a Dios;
la perfección de mi conducta, la
rectitud de mi corazón, están en
sus manos.

Con sus actos de benevolencia borra
El mis culpas, porque del manantial
de su ciencia es de donde ha brotado
mi luz;

Los ojos míos han contemplado
sus maravillas”.

(1Qs. Col Xl, 2-3).


Nuevamente deploramos la injusta manía de los críticos radicales o racionalistas, de afirmar que toda similitud cristiana con movimientos religiosos cercanos a su nacimiento, desvirtúa su originalidad. Pese a todas las coincidencias con los monjes de Qumram y su credo, más aparentes que reales, dicha posición es insostenible en cuanto a los esenios se refiere. El maestro de justicia qumrámico, figura noble y brillante, no es el Mesías davídico, igual al Padre y Redentor; no es (el) Cristo, el Hijo del Dios vivo. El Maestro de justicia, es un líder sacerdotal como lo eran las familias de los esenios. Cristo es un Mesías laico que domina la vida de la comunidad cristiana, es Dios mismo para sus fieles y se anuncia libre de toda culpa, cuando el Maestro de justicia reconoce ser “un gran pecador”. Por último, el Maestro de Justicia muere y no resucita. Anota Armando Rolla, que en verdad “Los textos de Qumram no han revelado un cristianismo precristiano. En Qumram faltan por completo la cristología, el dogma de la Santísima Trinidad, la neumatología y los sacramentos cristianos”. Realmente, y así lo expresa en otro párrafo el mismo autor, si esto no fuera así, los esenios no hubieran desaparecido desde el año 70, en las circunstancias que ya hemos comentado. La ceremonia de bendición del pan y el vino entre los esenios contiene un significado insondablemente distinto de la de los evangelios, en la que se transforman las especies en el cuerpo y sangre reales de Cristo, por medio de un ritual que el mismo instituyó.

Después de las anteriores salvedades, podemos admitir, en cambio, cierto contacto entre los monjes de Qumram y algunos de los primeros cristianos, presumiblemente a través de San Juan el Bautista,: “la voz que clama en el desierto”, y tal vez de San Juan Evangelista y San Pablo, en cuyos textos se encuentran elementos lexicográficos y retóricos, característicos de los manuscritos citados como aquellos que se refieren a la luz y las tinieblas. Si meditamos en la Misión específica del Bautista de quien dice el Evangelio que oyó la voz de Dios en el desierto, donde vivía alimentado de langostas y miel silvestre, en la penitencia y la oración, se aclara gran parte de su vida desde que dejó el hogar paterno, y queda ésta asentada en terreno firme y propicio, al conectarlo con los monjes esenios, grupos de hombres justos que esperaban al verdadero Mesías de Israel, Salvador Espiritual, y los que a si mismos se aplicaban en la “Regla de la Comunidad” este versículo de Isaías: “preparad en el desierto, un camino para Jehová”. (Ls. XL3).

La tesis de las inferencias paganas en el cristianismo no se detienen en el Nuevo Testamento, sino que pasa con todos sus bártulos ( enseres que se manejan) al antiguo, para decir que (el) Cristo Redentor no es más que una réplica judía del dios solar Mardouk, Astis, Adonis, etc., (Jensen y Drews), filtrado a la Biblia de fuentes diversas. Se hace frecuente alusión por ejemplo, a la muerte y resurrección de Adonis, la festividad de las llamadas “pascuas paganas”, y a los ritos con que algunos pueblos antiguos celebran la resurrección de la naturaleza al llegar la primavera. Sin embargo, estas hipótesis vestidas de atrayente oropel científico, lo mismo que divulgadas lucubraciones psicoanalíticas sobre las relaciones entre el creyente y Dios, se demoraron bajo el peso abrumador de la concreción, majestad y permanencia, de Jesús, Personaje histórico, confirmado por sus amigos, sus detractores y la existencia misma de la Iglesia.

El último argumento es de valor extraordinario, porque desde el mismo momento en que emprendemos el estudio histórico de la cristicidad, nos remontamos obligatoriamente a la Persona y época de su Fundador, paso apenas natural en el examen del origen de cualquier institución o sistema. Hoy, bien avanzada la segunda mitad del siglo XX, cuando tanto se ha investigado el pasado de los pueblos con su miscelánea de tradiciones, creencias, usos, costumbres, acontecimientos y personajes, vemos que los años correspondientes a la vida de Cristo sobre la tierra son los más claramente iluminados por la ciencia, hasta el punto de que no hay hecho de trascendencia espiritual más documentado y analizado que el nacimiento de la Iglesia y la actividad de su Fundador. Recordar a los negadores “del” Cristo Histórico, la conversión de Pablo de tarso, perseguidor de los cristianos, hacia el año 36, es asertarles rudo golpe, porque este trascendental acontecimiento indica que a escasos años de la muerte y resurrección de Cristo, sus fieles formaban núcleos lo suficientemente numerosos e influyentes como para combatitrlos por medio de la fuerza. Muchos de estos hermanos nuestros estaban tan próximos cronológica y geográficamente del Maestro, que es sensatamente imposible creer que aceptaban ideas tan poco asimilables de un predicador fantasma, que les era presentado como su paisano y contemporáneo. Además, había entre ellos abundantes testigos de los grandes momentos de su Vida, sin contar sus apóstoles y discípulos más íntimos. Nadie niega que estas personas estaban en condiciones de dar un mentis rotundo, definitivo, a los predicadores de la Nueva Fe; pero esto nunca ocurrió; antes bien, millares afrontaron decididos el martirio, para confesar que Cristo es el Hijo de Dios Vivo, cuya existencia humana no se discutía en aquellos tiempos, así como hoy tampoco se duda de la de Stalin o Juan Xlll. Hubo desacuerdos en cuanto a su naturaleza y su misión, únicamente. Junto al caso notable de que ningún historiador o cronista del siglo l niega la realidad de Jesucristo, se levantan los cuatro evangelios canónicos, los “hechos de los apóstoles y las epístolas; los apócrifos y algunas reliquias, a veces motivo de controversias, como los fragmentos de la Cruz y el Santo Sudario, y también, con su enorme importancia probatoria, algunos pasajes del judío Flavio Josefo y del pagano Cayo Suetonio. Cabe decir que en las primeras polémicas entre cristianos, se tomaban como base inapelable los cuatro evangelios canónicos que conocemos, los cuales fueron mencionados en el famoso “Código de Muratori”.

Después de este paréntesis, volvemos al tema inicial, a nuestro propósito fundamental, para decir que el mismo afán de la Iglesia por mantener la pureza e independencia doctrinal desde los primeros tiempos hasta nuestros días, se observa en los grandes líderes y profetas del Antiguo Testamento. Vale la pena recordar los tremendos anatemas de estos contra Israel cuando adoraba dioses distintos de Jehová, el Único, el Eterno, el Creador, la Providencia, el Dios Vivo, este concepto, más claro y alto que el de los filósofos griegos, fue conservado por la Nación Judía a través de siglos de luchas, de amargas vicisitudes y vaivenes entre la libertad y las cadenas, hasta la venida del Mesías, centro de la Ley y anhelo de los profetas. El Nacionalismo, la naturaleza misma de la religión judía y la conducta de los líderes y profetas de Israel, constituyeron una barrera que mantuvo seca la doctrina de filtraciones extrañas, a pesar de la Crítica Racionalista. Nada hay de semejanza entre Jehová y su Cristo con los diosecillos sensuales, volubles, limitados, unas veces estúpidos y otras, perversos, del paganismo, ni entre la sublime Liturgia cristiana con los rituales, a menudo infames, consagrados a estos.


Pero como pudiera decirse que los hechos evangélicos están situados en un plano temporal y geográfico muy distante del nuestro, hombres occidentales del siglo XX, volvamos nuestros ojos en busca de una inmediación de la misma naturaleza, tangible en la misma medida que otros grandes acontecimientos de nuestro tiempo. Nada más apto para este fin que los admirables eventos cumplidos en torno de la gruta de Masabielle, a partir del 11 de febrero de 1858.

Pero los críticos e hipercríticos al no poder destruir la historicidad de Cristo, han querido aceptar los Evangelios en lo que tienen de natural, de humano y rechazarlos en lo que contienen de sobre humano, de milagroso, de Divino. Algunos consideran que como el milagro es imposible y Cristo lo hizo y reclamó como prueba de su procedencia Divina y la verdad de sus doctrinas, no existió; además, porque les parece imposible la encarnación. Otros, como Renan y Loysy, preferían aceptar su historicidad, pero se lo muestra como Dios. Sin embargo, dentro de este modo de pensar, son más lógicos los que ante la imposibilidad de aceptar unos aspectos del relato evangélico como los datos sobre el Imperio de Tiberio, el Procurador Pilatos, el Rey Herodes, la Geografía Política y negar la resurrección de Lázaro y la de Cristo mismo, prodigios que atrajeron gran cantidad de adeptos a la Iglesia naciente, prefieren negarlo todo de plano, aunque ello resulte forzoso y temerario. Toda nuestra Civilización y Cultura , sus más elevados productos, sus catedrales, sus bellas artes, su pensamiento, sus nobles tradiciones y acontecimientos son de origen, de inspiración cristianos, aún en los países que se dicen materialistas, ya sean considerados como signos externos de una presencia o huellas de un pasado; pero de un pasado que volverá porque no ha muerto. Estad seguros: era humanamente más difícil establecer la Iglesia en el siglo l que revitalizarla, o mejor, darle un impulso, un “crescendo” handeliano, ahora.

Según el relato de los Evangelios, Cristo daba un valor marcadísimo a los milagros. “Jesús, dice Fillion, se presentaba ante el mundo como un Legislador Universal, y la Ley nueva que imponía a la humanidad no era menos severa, menos opuesta a nuestras pasiones y a nuestra naturaleza caída, cuanto pura, noble y santificadora. Aún desde este punto de vista, y nuestro Señor mismo no ha dejado de afirmarlo, los milagros debían ser complemento, el sello de su doctrina y de sus preceptos”. Pregunto yo: Si Cristo daba tanta importancia a los prodigios, por qué los cristianos los miramos con desprecio? Los agnósticos, los materialistas y en fin, toda la gama de intelectuales, serios unos; charlatanes otros, que podemos denominar bajo el común de “racionalistas”, confieren una gran importancia al Milagro como fuente de fe religiosa y desde Renan, Strauss, Harnak, Scheiermacher, Schenkel, Baur, Havet y Kein hasta Loysy, Goguel y Bultman, han tratado con todas sus fuerzas de demostrar la falsedad de los milagros evangélicos para reducir a Jesús a la categoría de mito o de simple mortal, deificado por sus discípulos o aún por el arte de tretas y trucos urdidos por El mismo. Georges Dedeban, en su estudio sobre los hechos a que nos venimos refiriendo cita de un ensayo de Petrosky publicado en la revista de la Academia de Ciencias Pedagógicas de la URSS, el siguiente aparte: “Importa hacer notar que es absolutamente necesario insistir sobre el determinismo objetivo, que preside todo cuanto sucede en la Naturaleza, en la Sociedad y en la Conciencia Humana. Es importante, porque es solo por ahí por donde puede mirarse completamente el fundamento sobre que está basada la posibilidad del Milagro, que supone una sucesión arbitraria de sucesos y fenómenos. La fe en el milagro es una de las fuentes principales de toda religión”. Ya había dicho Renan: “si le miracle a quelque réalité, mon livre est un tissu dérreurs”.

Claro es que la teoría de “Jesús Mito”; esto es, personaje no histórico, es francamente insostenible desde el mismo momento en que el estudio de la prolongación en el tiempo y el espacio de la Iglesia y cristiandad en general, nos remonta retrospectivamente a la época y la persona de su Fundador, de lo que es necesariamente lógico en el estudio de cualquier institución o sistema. Hoy, bien avanzada la segunda mitad del siglo XX, cuando el carbono 14 nos permite investigar, definir con exactitud la antigüedad de cualquier documento y conocemos mejor que nunca la Historia de los pueblos con su “Kaleidescopia” de usos, costumbres, tradiciones, creencias, acontecimientos y personajes, vemos que los años correspondientes a la vida de Cristo sobre la tierra son los que más luminosamente están demarcados por toda clase de investigaciones, hasta el punto de no existir personaje ni hecho alguno de trascendencia espiritual más documentado que el origen de la Iglesia y la actividad de su Fundador. Un caso que constituye fuerte revés para la teoría del Mito es el de que operada la conversión de San Pablo hacia el año 36 y al acusarse este de que perseguía a los cristianos, cabe pensar que no solamente existían estos como comunidad organizada, sino que estaban tan próximos temporal y geográficamente a Cristo, que resulta un imposible moral y material suponerlos siguiendo a un personaje mitológico de cuya vida y muerte muchos de ellos fueron testigos. Estaban en capacidad de dar “mentis” rotundo y definitivo a tan extravagantes historietas; pero ello no fue así. Ningún historiador o cronista de la época negó su existencia; en cambio, existen cuatro Evangelios canónicos a los que ya hace referencia el “Código de Muratori”; la historia de los “Hechos de los Apóstoles” y las epístolas de muchos de ellos; el Apocalipsis y aún, “Evangelios apócrifos”. En las discusiones de los primeros siglos jamás se planteo el problema de”Jesús Mito” y apenas si se vino a traer sobre interpretaciones diversas a su doctrina, en las que se tenían como inapelables los evangelios canónicos.

Hablo de Lourdes y sus milagros, porque son los mismos del Evangelio; los cojos andan, los ciegos ven, los sordos oyen. Son curados o consolados los enfermos de toda laya: los nerviosos, los fracturados, los infecciosos; los susceptibles de ser tratados por la sugestión, por los antibióticos, por la cirugía o por ningún método actualmente conocido; dentro de la piscina o fuera de ella; en medio del tumulto de los peregrinos o en la soledad humana de la oración; en estado de conciencia o en “coma”; creyendo y sin fe. La preexistencia de los casos ha sido rígidamente certificada por médicos competentes, miembros del Comité Permanente Médico de Lourdes y su desaparición total por los mismos médicos y por el Comité Médico Internacional, en cuyas deliberaciones toman parte profesionales de las más diversas nacionalidades y credos, sin que jamás hayan sido compulsados a afirmar algo contrario a sus convicciones científicas o ideológicas. Ha habido casos como el de la bailarina Austríaca Gertrudis Fulda, a quien habían diagnosticado casi un centenar de médicos una insuficiencia suprarrenal crónica de tipo addisoniano, curada el 12 de agosto de 1950, en los que resulta imposible suponer la ausencia de comprobación previa de la preexistencia, tipo y grado de la enfermedad. Los expedientes son tramitados primeramente por el Comité Internacional, ya mencionado, y por último a la Autoridad Canónica que es la que declara el carácter milagroso de la curación, después de que los médicos contestan negativamente a esta pregunta: “Encuentra usted alguna explicación médica a esta curación?” y afirmativamente a esta otra: “Este caso, ha de ser trasladado a la Comisión Canónica?”. El Profesos Dr. Mauriac, representante de Francia en el Comité Internacional, al referirse al caso concreto y al procedimiento de constatación que hemos descrito tan brevemente, escribía en su artículo “Les Guérisons de Lourdes au Jugement de la Science”, publicado en el “Sud Ouest” del 24 de febrero de 1955:
“Después de haber asistido a numerosos congresos, reuniones, simposiums científicos, rindo testimonio del rigor de que el Comité Médico Internacional de Lourdes da pruebas en el examen de los casos que le son confiados. Precisamente por la posibilidad que hay de que estas curaciones sean declaradas milagrosas, se impone una severidad exigente; el comité en esto no ha decepcionado”. Luego continúa su exposición transcribiendo el siguiente testimonio del Dr. Kline, quien cuidó a Gertrudis Fulda, en Yugoslavia;
“ha constituido para mí gran satisfacción, que no participo en ningún modo de las convicciones de mi antigua enferma, el saber que un caso tan grave y tan desesperado de enfermedad de Addison, ha sido curado en Lourdes, hasta el extremo de que ha podido suspenderse toda medicación y de que la enferma ha podido darse a una actividad profesional semejante”, (Ver Lourdes Mensaje al espíritu, pags. 200 y 201, donde también se encuentra una lista de los miembros del C. M. Y. en 1958).


La dificultad para aceptar el milagro es natural a mi parecer y en eso creo estar de acuerdo con el pensamiento de sus detractores porque se trata de un hecho que rebasa las leyes y fuerzas conocidas de la Naturaleza; porque ante los ojos de la ciencia actual y de la de los tiempos de Tiberio Cesar, resulta francamente inexplicable. Pero como la imparcialidad no consiste en abstenerse de emitir juicio favorable o adverso sobre determinado objeto del conocimiento, sino en reconocer la verdad, la existencia del caso que alcanzamos a constatar y admitirlo tal como se nos presenta, se colige que a Lourdes solo nos resta interpretarlo.

En la interpretación de estos fenómenos que se nos presentan como superiores al límite ordinario del acontecer simplemente humano, es preciso tomar dos aspectos: la CAUSA misma que los produce y sus PROYECCIONES ideológicas...

Se han expuesto como causas la sugestión, el poder curativo natural y especial de las aguas de la Fuente de Lourdes, los “poderes desconocidos de la materia” y la intervención de Dios.

Hablar de la sugestión en un caso de enfermedad orgánica tan definido como el mal de Addison resulta científicamente necio, pues bien sabido y probado está que el campo de acción de la sugestión el limitado, que no posee ni las tendrá nunca virtudes antibióticas ni genitivas que le permitan extinguir estados sépticos del organismo o reconstruir tejidos.

Pero es más: no todos los enfermos que se han curado allí lo han sido en circunstancias donde pudiera operar la sugestión ya que muchos eran personas de pocos meses; otros se hallaban en “coma”, inconscientes. Muchos de los “miraculée” ignoraban en que lugar se hallaban; inclusive, se habían opuesto a ser conducidos allí, movidos por “respeto humano” o prejuicios antireligiosos. Además, como el famoso Rudder, otros fueron beneficiados lejos de aquel sitio. Es claro que ha existido la curación de numerosos enfermos nerviosos en los que determinadas circunstancias subjetivas de predisposición, de fe y otras objetivas de ambiente, han influido decisivamente en su alivio o en la desaparición del estado morboso.

Por otros aspectos el agua, después de serios análisis de laboratorio, no muestra una composición especial o una pureza superior a la de otras fuentes. Es sabido que no todos los “miraculée” han sido sumergidos en la piscina o han bebido el agua de la fuente.

En cuanto a las fuerzas desconocidas de la Naturaleza que se ponen en movimiento por medio de la Oración y solo cuando esta va dirigida a determinada Persona, para producir efectos extraordinarios en el mundo natural, podemos decir que no es del caso analizarlas, puesto que son desconocidas. Además, si nos ponemos en su búsqueda será inútil, pues la Naturaleza no tiene, no puede encerrar fuerzas superiores a ella misma, porque ya la hubiera dominado y después de tantos millones de años no permanecerían ocultas, pues su devenir supernatural, ya se hubiera vuelto ordinario, común. Lo misterioso es que esas fuerzas solo se pongan en movimiento al escuchar determinadas frases, discursos o invocaciones, como si esas fuerzas naturales fueran inteligentes, comprensivas del dolor humano, bondadosas, voluntariosas y capaz de hacer cosas vedadas aún a los más eminentes sabios de nuestra época tan soberbia, pero que como todas va a pasar a la antigüedad. El hoy, mañana será un ayer.


Es posible que los médicos de los siglos XXI y XXII utilicen métodos o drogas capaces de curar el mal de Addison en un instante; pero no dejará de ser prodigio que en 1858 o 1960 se cumpla tales fenómenos empleando un método tan poco químico y quirúrgico como en la Oración. En el año de 2960, será también un milagro la curación de Gertrudis Fulda, porque en ella no se empleó la droga que entonces será conocida. Tal vez hayan desaparecido las drogas propiamente dichas y se apliquen métodos aún hoy en un embrión, pero toda curación que en esa época venidera sea obtenida por los mismos medios que la de Gertrudis Fulda, será tan inexplicable humanamente como esta, mañana como hoy: en el año 2000 o en el 3000 como en el 1960. Las ciencias naturales de nuestro siglo XX no están tan avanzadas como para explicar todos los hechos, ni tan retrasadas como para no decir cuales son invulnerables a una explicación ordinaria. Permitimos en este punto a los tratados contemporáneos de cosmología, a las obras especializadas o de vulgarización de las nuevas adquisiciones de la Física, la Química, la Astronomía, la Biología y la Psicología; estas dos últimas, las más importantes para nuestro caso. En ellas se verá que hechos como los de Lourdes no obedecen a fuerzas naturales conocidas ni posibles, ya que en si mismos y tales como se presentan son una remisión, la suspensión, lo contrario de las leyes conocidas. Si hubiera otras leyes de la naturaleza ignoradas, no serían contrarias a las actuales, puesto que estas entonces se verían paralizadas al ser determinadas a operar. Sería como si a una balanza Romana que sostuviera 50 Kilos en un platillo se le colocaran pesas de igual valor en el otro: habría quietud. No hay “fuerzas desconocidas” de la Naturaleza que movidas por el pensamiento o la palabra humanos puedan modificar o impedir el acontecer de los fenómenos físicos, químicos y biológicos, permitiendo a veces los términos obligados de espacio y tiempo.

Corresponde concluir que entre hechos tales, preciso es reconocer la presencia de una Inteligencia, una Voluntad y un Poder, distinto y superior al Universo Material; capaz de comprender el pensamiento, el dolor y la necesidad humanos y de concederles la respuesta adecuada, aunque ello implique lo increíble, lo humanamente inexplicable: el Milagro. Es sabio el principio jurídico de que sólo el Legislador puede modificar, suspender o eliminar su propia Ley. Si el Universo tiene un Legislador, puesto que tiene leyes inteligentemente dictadas, lógicas y reductibles a términos matemáticos no creados, sino descubiertos por el Hombre, es claro que ese mismo legislador puede hacer lo que se denomina milagros. Llegará el día en que el Universo físico sea explicado en una sola Ley y expresado en una sola fórmula, pues no debe funcionar su maquinaria muy lejos de la unidad y simplicidad de Dios.


Este misterio queda confirmado por la Encarnación del Verbo y la predicación de Este, lo mismo que por otros pasajes de la Biblia, la existencia de la Iglesia y la multiplicidad de los prodigios obrados a través de sus 2000 años de historia.

Hicimos referencia fugaz a la teoría de Wolf sobre la elaboración de los poemas homéricos, según la cual, éstos son una yuxtaposición afortunada de rapsodias, y no la obra de un solo poeta, debido a que algunos de los criticistas (Straus) la han aplicado a los evangelios con extraña lógica . Es imposible negar que en cada uno de los libros canónicos (libros auténticos de la Sagrada Escritura) existe unidad de estilo y de propósito en la narración, lo que hace posible, inclusive, analizar la personalidad psicológica y la orientación cultural de cada uno de sus autores. Por otro aspecto, mal podrían haberse dedicado éstos a inventar la historia de un personaje ficticio, coincidiendo en muchas escenas en decorado y diálogos, plagiándose mutuamente, sin una mayor aspiración literaria, ni siquiera la mínima de aparecer originales. Además, siendo dos de ellos discípulos personales del Protagonista, Jesús de Nazaret, no ocultan las faltas que cometieron contra El, lo que cuando menos es de una sinceridad notable.

Tampoco, aunque parezca una paradoja, hacen mayores esfuerzos por defender o mejorar la estampa del Biografiado, ya que se dedican a apuntar sus dichos y hechos escuetamente, surgiendo entonces la Divinidad del Mesías (redentor, libertador, para los cristianos Cristo) en estos cuadros de sus propias predicciones y actos. Dicen únicamente lo que vieron y lo que saben. Esto es muy claro en los sinópticos; pero no se puede afirmar que San Juan hubiera ido más allá de lo que vivió y comprendió de Cristo. Su escrito tiene un carácter más propio de la Teología Dogmática y Mística que de apologética (parte de la teología que tiene por objeto defender la religión cristiana contra los ataques de sus adversarios) como ordinariamente se opina: Obedece a un criterio definido sobre la Personalidad-Divina de Jesús que se afirma con unción de mensaje apostólico, puramente misionero. En el corazón de San Juan prendió un fuego que iluminó su inteligencia de vuelo aquilino, cuya luz quiere comunicar a los demás hombres, porque cree como nosotros que así elevará sus vidas a un grado sublime, propio de auténticos hijos de Dios.

Es necesario hacer una distinción clara y terminante entre lo que es para la Fe católica lo sobrenatural y lo irracional; lo demostrable y lo incomprensible. La verdad es que muchos sonríen irónicamente (se lo creen ellos) llamando irracionales a los creyentes, estúpidos y otras “flores” porque, suponen, carecen de raciocinio, ignoran los avances de la ciencia, etc. Sin embargo, muchas veces los que así se comportan son autoridades en ninguna ciencia humana ni divina o son sabios estrictamente especializados en biología, psiquiatría o cualquier otra ciencia natural por lo que, claro está, caminan torpemente cuando pisan los terrenos de la Mística o de la Dogmática Cristianas.

Esta dificultad para creer en el Símbolo de los Apóstoles no siempre aflora de la ignorancia o tergiversación de los datos históricos, sino de que, como ya lo habíamos anotado, se trata en la mayor parte, de seres y acontecimientos invisibles o prodigiosos. Cierto es también que todo lo que nosotros aceptamos como irrefutable está dentro del alcance ordinario de nuestros sentidos: así, las campañas de Napoleón o los grandes cataclismos prehistóricos. Nos importan las cosas solo en cuanto puedan condicionar o alterar nuestra conducta y en este caso, con mayor o menor pasión, queremos que sean falsas o reales. Por eso es por lo que la historia Evangélica es tan discutida, lo mismo que los dogmas allí consagrados. A nadie le interesa que uno u otro Rey del antiguo Testamento haya o no existido, mientras no se le atribuyan hechos de valor apologético o enseñanzas morales determinantes.

Al describir la Santa Trinidad, hicimos notar la lógica admirable que hay en sus procedencias, la correlación funcional perenne entre las Tres Personas, sin que por ello podamos aprehender su Esencia. Cuando hablamos de la existencia de Dios dijimos que la razonada estructura del Universo es reflejo de una inteligencia ordenante superior y anterior a la nuestra. Queda el problema que se plantean los existencialistas, de la imposibilidad o dificultad de demostrar la existencia de un Ser que se haya hecho así mismo, tal como ellos mismos lo expresan. Pero, aceptando esta dificultad, tenemos que admitir que si Dios no existe, la materia, entonces, es eterna e ilimitada y sobre todo, organizada desde siempre en las leyes atómicas; lo que es tan inteligible o más como la infinitud de Dios. En todo caso, hay algo que nadie, ni el más loco, se atreve a negar: la existencia real del Universo y su ordenamiento legal, al que obedece ciega y exactamente. Nadie duda del cosmos porque lo ve, lo siente en una forma u otra. Sin embargo, la existencia del mundo anterior a nuestra experiencia personal solo la conocemos por la fe depositada en las deducciones de la razón y en los relatos de los “otros”. De modo que es tan difícil suponer un mundo auto ordenado como un Ser Eterno. A pesar de todo, de esta problemática no puede inferirse que uno u otro no existen, máxime, cuando no podemos negar la materia que atestiguamos porque ante un hecho tan protuberante como la presencia del Universo no cabe ningún argumento que pretenda desconocerla. No hay más que aceptarla, aunque nos parezca muy misteriosa y la mayoría de sus procesos íntimos sea un secreto profundo para nosotros.


No es ilógico creer que un Ser inteligente y poderoso programó y puso en marcha la creación, aunque sea prodigioso, pues lo que realmente resulta absurdo es que la materia bruta haya sido capaz de auto pensarse, planearse y dictarse leyes inconmutables y sabias. Siempre lo segundo requiere un primero, lo ordenado un ordenador, lo calculado un matemático. Para dictar una Ley se necesita ser superior al que ha de cumplirla, por lo que se colige (infiere, deduce) que la materia no pudo haberse auto organizado pues la más antigua sería superior a la actual, por lo que la evolución sería degenerativa y no podría dar origen a formas superiores de vida. Además, un proceso degenerativo lleva a la destrucción, por lo que es inconcebible en sano juicio su ilimitación temporal, pues de ser eterna la materia y evolucionar en dicha forma, ya no existiría. Lo mismo puede afirmarse con respecto a una progresión sin fin.

En memoria de Juan Vicente Gómez Sierra.

EN MEMORIA DE JUAN

Este es un espacio que he creado para publicar los escritos de mi padre, que en paz descance. De esta manera quiero hacer realidad su deseo de darlos a conocer, y después de haberme pedido que los transcribiera de manuscrito a ordenador.

Espero, como el lo esperaba, que les sea de provecho.

Este primer escrito, consta de una introducción y dos partes:
Primera parte : Dios.
La trinidad.
Segunda parte: Cristo.

En otro momento publicaré en este blog otro de sus escritos.